45 minutos despejando el cajón de la vida


Albert Jovell (Barcelona, 1962). Me encontré una entrevista de la hoy defensora del lector de El País, Milagros Pérez Oliva, a este hombre allá por 2006. Es uno de los ponentes más solicitados en congresos y simposios sobre salud, porque, además de una sólida formación teórica, que incluye las carreras de medicina y sociología y un doctorado en salud pública en la Universidad de Harvard, desde 2001 reúne las dos caras de un binomio que con frecuencia aparecen enfrentadas: la de médico y paciente (enfermó de cáncer de timo).
Fue uno de los fundadores del Foro Español de Pacientes, lucha por conseguir una medicina más atenta, más afectiva, más humanizada. En el fondo, pensar en las personas. En sus preocupaciones, obsesiones, manias, tristezas, alegrías, gustos y digustos...
En la película ‘Mi vida sin mí’, Isabel Coixet condensó en una bellísima escena lo difícil que es para un médico dar las malas noticias. También planteó el deseo de continuar, de algún modo, responsabilizándose de lo que ocurre después de morir, con esas cintas en las que grabó mensajes para los futuros cumpleaños de sus hijas.
Milagros le pregunta: ¿ha hablado con sus hijos de su enfermedad?

No, son demasiado pequeños, pero sí que les dejo escritas mis vivencias: una autobiografía titulada Bajo el signo del cáncer, sobre el proceso que nos llevó a Estados Unidos, la vuelta, la enfermedad…, para que entiendan el porqué de muchas de nuestras decisiones. Hemos procurado que no sufrieran las consecuencias de mi situación. Por ejemplo, antes de empezar la quimioterapia, como era previsible que les impactaría ver cómo perdía de repente el cabello, mi mujer compró una máquina de cortar el pelo, y un día nos cogió a los tres y nos dijo que nos iba a poner a la moda. A ellos les hizo gracia y yo me evité un mal trago. Hemos decidido no explicarles nada hasta que las cosas sean muy evidentes.

¿Ha cambiado su visión de las cosas?

En un aspecto ha cambiado de forma radical: he aceptado mi muerte. Mi muerte joven, quiero decir. Creo que ya no puedo esperar de la vida mucho más. Pero no hay hipocondría y tampoco tengo miedo. Acepto que he tenido mala suerte, pero la enfermedad también me ha reforzado. Observo las cosas con más distanciamiento.

¿Una especie de serenidad expectante?

Sí. La resignación existe. Piensas: así es la vida, unos mueren de cáncer y otros de sed en una patera a la deriva. No es algo que nos tenga que ocurrir a todos, pero a algunos nos ocurre, y entonces te parece absurda la obsesión por vivir mucho tiempo. Hay que aceptarlo, y no tiene mucho sentido desesperarse antes de hora. Eso sí que lo tengo claro, no vivo con angustia. Hay momentos en que estoy muy triste y hasta me pongo a llorar, pero creo que lo llevo con dignidad, de manera que no sea una carga para nadie. También hay un redescubrimiento de la vida interior y un mayor compromiso. No estoy reclamando más asistencia para mí, que tengo una buena asistencia; la estoy reclamando para todos los pacientes, y sobre todo hago todo esto porque creo que mis padres me dejaron una sociedad mejor que la que ellos encontraron. Yo les debo lo mismo a mis hijos.

Explíqueme eso…

La gente gasta mucha energía en odiarse, en crearse problemas perfectamente evitables, en cosas banales. Yo parto de la idea de que no tengo que tener problemas: ¡ya tengo un problema! Y por tanto, cuando alguien me viene con uno nuevo intento situarlo rápidamente en un contexto resolutivo: a ver, ¿tiene solución o no la tiene? Si no la tiene, no gasto más energía. Tengo las prioridades muy claras. Pienso: aquí hay dos niños, y cuanto más tiempo disfruten de su padre, mejor; por eso ahora lo que quiero es ganarle tiempo a la enfermedad para estar con ellos. El mejor regalo que me hicieron las pasadas navidades fue el informe del profesor que decía que mi hijo pequeño era un niño muy feliz.

Así es la vida. Gracias Albert porque me hiciste un trayecto de 45 minutos en coche más corto y más humano. Llegué a un hospital por cuestiones de trabajo a visitar la Unidad de Partos... y allí el día nos sorprendió. Una niña acababa de nacer. Suerte amiga.

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